Un programa de análisis lingüístico predice el éxito en las relaciones amorosas

En el famoso drama de Edmond Rostand, Cyrano de Bergerac ayuda a su amigo Chistián a seducir a la hermosa Roxana, escribiéndole elocuentes cartas. Irónicamente, el propio Cyrano está perdidamente enamorado de ella, pero éste, carente  de auto-estima debido al tamaño de su nariz, es incapaz de mostrar sus propios sentimientos, incluso cuando se hace patente que es  la elocuencia de Cyrano y no el atractivo físico de Christian, lo que surte efecto.

A pesar de este y otros notables ejemplos literarios, hasta hace poco ha habido poca investigación seria sobre el papel del lenguaje como «herramienta de seducción», aunque esta idea ha sido propuesta seriamente. Por ejemplo, Geoffrey Miller en su interesante y controvertido libro The Mating Mind sugiere que este es precisamente el origen del lenguaje en nuestra especie a través de selección sexual.

Buceando por la red, me he encontrado con este interesante artículo del grupo del profesor  James Pennebaker,  de la Universidad de Texas (el trabajo completo aquí: Ireland_et.al_LSM&relationships). Previamente, los autores habían desarrollado un programa informático, denominado LIWC, que permite medir la «coordinación lingüística» entre dos personas. Aparentemente, cuando existe una «buena onda» entre dos personas que conversan, ambas adoptan una forma de hablar similar que denota, justamente el grado de conexión entre ambas. Ahora bien, se trata de una coordinación sutil que no es fácil de percibir por un observador ajeno. De hecho, esta medida de la conexión entre ambos (denominada LSM: Language Style Matching) se basa en la utilización que hacen los hablantes de pronombres, preposiciones, conjunciones y otros elementos del lenguaje. El uso de palabras «con significado», como los verbos o nombres comunes puede ser muy diferente. Y sin embargo, los hablantes «que conectan bien» adaptan el uno al otro la forma y frecuencia en que emplean estas otras «palabras funcionales».

En resumen, el programa LIWC analiza el texto de una conversación entre dos partes y nos da un índice LSM que mide la sintonía entre ambos individuos. Lo que han hecho los autores de este trabajo ha siso investigar si los LSM podían predecir el éxito de las relaciones románticas en dos contextos diferentes: en las citas rápidas y en parejas ya establecidas de unos tres meses. El primero, las citas rápidas, está siendo objeto de numerosas investigaciones en psicología y ya ha aparecido algunas vez en este blog (p.e. aquí). Y no me extraña, porque parece un entorno planificado para obtener datos sobre el comportamiento de las personas y, al mismo tiempo, se trata de una conducta real y no de un experimento; es decir, los implicados tienen un verdadero interés en ligar. El dispositivo experimental es bastante directo: se graban conversaci0nes en estos eventos; dichas conversaciones son transcritas  a texto y analizadas por LIWC; finalmente se investiga si existe correlación entre los valores de LSM de cada pareja y el hecho de que inicien o no una relación. Y…¡Bingo! la correlación es clara. Por cada aumento del LSM en una desviación estándar, la probabilidad de iniciar una relación se multiplica por 3. En el segundo estudio, 80 parejas en la vida real fueron grabadas y analizadas. Posteriormente se investigó la relación entre los LSM y la estabilidad de la pareja. De nuevo, valores altos predecían parejas más estables.

En definitiva, este método puede resultar muy útil en futuros estudios sobre el comportamiento humano. Hay que señalar que los aspectos no-verbales de la comunicación sí habían sido estudiados en el contexto de las relaciones románticas, en cambio, los aspectos lingüísticos se habían dejado lastimosamente de lado. Para todos aquellos que no nos dedicamos a la investigación en Psicología, supongo que la pregunta es: ¿ podría servirme este programa para conquistar a mi amad0/a?

Nuevas lenguas descubiertas en China

phula

¿Es posible que en el mundo de internet y la globalización queden nuevas lenguas por descubrir? Con algunos matices, la respuesta es que sí, quedan bastantes. Naturalmente, las lenguas no son nuevas para sus hablantes. Por otra parte, la diferencia entre lenguaje y dialecto ha generado miles de polémicas (casi tantas como la diferencia entre hecho, poco hecho y crudo). La política no es ajena a este asunto; algunas veces interesa resaltar las diferencias (¡es una lengua!) y otras las similitudes (¡es un dialecto!). Los lingüistas tampoco tienen criterios claros para diferenciar unas y otros, así que supongo que las polémicas seguirán durante bastante tiempo.

El caso es que el lingüista Jamin Pelkey ha identificado 24 lenguajes en la provincia china de Yunnan, pertenecientes a la minoría étnica Phula; 18 de ellas no habían sido descritas previamente en la literatura científica.

Los Phula constituyen una minoría étnica que habita en regiones montañosas en la frontera entre China y Vietnam. Algunas de estas lenguas están en serio peligro de desaparición ya que su número de hablantes es de tan sólo unos pocos miles o menos. Los 500 hablantes de Alo Phola no pueden entender a sus vecinos, distantes sólo 8 km, a pesar de que hablan una lengua «hermana».

Resulta difícil comprender cómo un país como China, con una Administración centralizada desde hace miles de años, tenga tantas lenguas sin catalogar. Probablemente la geografía y la política han conspirado para que esto suceda. Los Phula viven en regiones remotas y de acceso muy difícil; hasta hace algunas décadas no existían carreteras. Además, todas las lenguas Phula están oficialmente encuadradas en la minoría Yi, a pesar de que existe considerable variedad entre ellas.

A principios de los 90, China decidió congelar el número de minorías étnicas (denominadas minzu) en 56: la mayoría Han y otras 55. Durante algunos años estuvo prohibido decir que en China había más de 56 lenguas. Sin embargo, en los últimos años las autoridades chinas parecen haber descubierto este tesoro de diversidad cultural y las normas se han vuelto algo más relajadas. Curiosamente, los hablantes de las 20 0 25 lenguas del minzu tibetano niengan enfáticamente que sus lenguas sean otra cosas que..tibetano.

Pierce ha empleado los métodos de matriz de distancia, similares a los que emplean los biólogos evolutivos para determinar la distancia fiolgénetica entre especies. De este modo ha podido determinar que las lenguas Azha y Pholo no tienen un «ancestro común reciente» con el resto de las lenguas Phula.

Los expertos creen que existen otras muchas lenguas sin estudiar en China, Myanmar, el Amazonas y otras regiones del mundo. Al mismo tiempo, cada año desaparece muchos lenguajes. Se ha predicho que aproximadamente la mitad de los 7.000  existentes habrán desaparecido a finales de este siglo.

Lástima. La diversidad es un tesoro.

¿Experimentan las aves placer sensorial?

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Esta es la atrevida pregunta que se hace Michel Cabanac, de la Universidad de Laval en Canadá y nos cuenta en una artículo reciente en la revista Evolutionary Psychology. Debo decir en primer lugar en que a mí el artículo me ha parecido bastante confuso en su planteamiento y conclusiones, pero al mismo tiempo nos cuenta una historia fascinante.

La pregunta lleva largo tiempo rodando entre los filósofos con formulaciones ligeramente distintas. Por ejemplo, el filósofo Thomas Nagel se preguntaba ¿Cómo es ser un Murciélago? La pregunta es bastante retórica a menos que dispongamos de un sistema experimental para avanzar. Y eso es justamente lo que ha conseguido Cabanac (o al menos, él lo cree así). La aproximación que ha elegido este investigador es tan simple que produce cierto estupor: para saber cómo piensa un animal lo que hay que hacer es enseñarle primero a hablar y después preguntárselo.

Como modelo experimental eligieron a Aristóteles, un ejemplar de loro gris (Psittacus erythacus) y procedieron a enseñarle a hablar (en francés) siguiendo el clásico método triangular: dos personas hablaban entre ellas y sólo miraban a Aristóteles cuando pronunciaba palabras de forma correcta (o al menos entendible). De esta forma, el bueno de Aristóteles aprendió unas cuantas palabras que le permitían conseguir juguetes, “donne bouchon” (dame el corcho), o la atención del experimentador, “donne gratte” (ráscame). En el estado 3, la palabra “bon” se añadió al limitado vocabulario de Aristóteles. Cabanac decía bon cuando le daba al loro el objeto/estímulo pedido, el cual –presumiblemente- le resultaba agradable. Aristóteles empezó a transferir la palabra bon a otros estímulos y a emplear frases cortas como “yaourt bon” (yogur bueno). Finalmente, Aristóteles llegó a transferir el concepto a objetos tales como las pasas (raisin bon), una asociación que el experimentador asegura que nunca hizo.

A partir de este uso del vocabulario (por otra parte limitado) y, sobre todo, a la capacidad de transferir un adjetivo a otras palabras, Cabanac concluye que las aves (al menos Aristóteles) tienen la capacidad de experimentar placer sensorial.

Cabanac acaba el artículo agradeciendo la paciencia de su mujer al permitir que realizase estos experimentos en su casa. En esto blog nos solidarizamos con ella.

Felicitaciones, Madame Cabanac.

El artículo aquí.

Nos vemos en Septiembre

Se acercan mis vacaciones y voy a pasar unas semanas sin poder ocuparme del blog (aunque espero volver con renovados ánimos después del verano). Así que me ha parecido una buena idea rescatar estas «conclusiones preliminares», sobre qué cosas nos puede explicar la Psicología Evolucionista acerca de la Naturaleza Humana. Imagino que no todo el mundo estará de acuerdo y podremos hablar de ello después del verano.
Un abrazo a tod@s

1 ) La razón es un producto de la evolución. Somos animales y hemos evolucionado a partir de un antecesor probablemente parecido a los actuales chimpancés, pero evidentemente, somos muy distintos de las demás especies. El lenguaje, la cultura y la capacidad de razonar han cambiado (en buena parte) las reglas del juego de la Evolución. No obstante, estas características han surgido (probablemente) como adaptaciones a un ambiente dado y constituyen una parte esencial de nuestro fenotipo.

2 ) La conducta constituye un objeto de la Evolución. Todas las especies manifiestan conductas características, que son importantes para la supervivencia de los individuos. Estas conductas están determinadas genéticamente, aunque muchas veces también tienen que ser refinadas mediante aprendizaje. En muchas especies de animales se han identificado mutaciones que afectan a aspectos particulares del comportamiento. Es evidente que la conducta de los animales está sujeta a la variación y a la selección natural, de la misma forma que lo están las características anatómicas y fisiológicas.

3 ) El determinismo genético es un invento. Los genes no determinan el 100% del destino de los humanos y la influencia del ambiente siempre tiene una gran importancia. El hecho de que los genes tengan alguna influencia en la determinación de bastantes características (peso, propensión a enfermar, CI y varios aspectos de la personalidad) no excluye que la educación sea esencial para todos los individuos.

4 ) Todos los humanos somos genéticamente muy semejantes, por lo que no tiene sentido hablar de ‘razas’. La hipótesis, ampliamente aceptada, de la Eva Mitocondrial indica que todos los humanos actuales tenemos una antecesora común relativamente reciente. Además, numerosos estudios sobre la variabilidad humana indican que las diferencias entre las denominadas ‘razas’ se limitan a algunos caracteres superficiales, y son muy pequeñas comparadas con la variabilidad que encontramos dentro de cada población.

5 ) ‘Explicar’ no implica ‘justificar’. Que algo sea ‘natural’ no quiere decir que sea moralmente bueno. El estudio de la Naturaleza Humana no permite sacar conclusiones morales. Este es el pivote esencial de la Psicología Evolucionista.

6 ) Todas las culturas contienen elementos comunes. Esto nos indica que existe una Naturaleza Humana, la cual es maleable, pero no infinitamente maleable.

7 ) Existen diferencias innatas (pequeñas pero significativas) entre hombres y mujeres, particularmente en lo que atañe a los criterios de elección de pareja y otros aspectos de la reproducción. Esto no implica que un sexo sea mejor que otro ni que esté justificada la discriminación en modo alguno. Este hecho no debería ser un obstáculo para las revindicaciones feministas, sino una parte integral de las mismas.

8 ) Aunque la tendencia a la agresión debe tener componentes genéticos, su manifestación depende mucho de la herencia cultural. Las distintas sociedades (o grupos dentro de las sociedades) varían muchísimo en cuanto a la frecuencia de los comportamientos violentos, lo que indica que se trata de un carácter muy susceptible al condicionamiento. No obstante, se han identificado algunas características genéticas que pueden pre-disponer a algunos individuos hacia la agresión.

9 ) El lenguaje es un instinto. La facilidad con que los humanos aprenden a hablar cuando tienen aproximadamente dos años de edad sugiere que esta capacidad está pre-programada. Los estudios en Neurobiología y la Genética sugieren que existen circuitos cerebrales/genes especialmente implicados en esta tarea.

10 ) En todos los grupos humanos existe algún tipo de organización jerárquica, aunque ésta pueda ser muy laxa. La preocupación por el propio estatus constituye una de las motivaciones individuales más importantes, aunque este rasgo no esté exento de variabilidad entre individuos y, sobre todo, los factores que contribuyen al estatus personal varían enormemente en distintas sociedades.

11 ) El ‘altruísmo recíproco’, expresado como una tendencia a devolver los favores (y vengar las ofensas) tiene, posiblemente un origen evolutivo, y un asiento en las estructuras cerebrales. Este fenómeno parece estar en el núcleo de los códigos morales que han desarrollado las distintas sociedades.

12 ) Si desciframos la ‘lógica del titiritero’ estaremos en mejor posición para cambiar lo que no nos guste.

Primeras palabras (y 2)

Es posible que la pregunta verdaderamente interesante no sea qué vino antes, si el gesto o la palabra, sino cuál es el origen del sistema de referencia simbólico que forma el verdadero núcleo del lenguaje, sea este oral, escrito o gestual. Como cabía esperar, no podemos responder a esta pregunta por el momento y ni siquiera abundan las hipótesis, por leves y especulativas que estas sean. Uno de los pocos investigadores que se han atrevido a formular una es Terrance Deacon, de la Universidad de Boston, en su libro “The symbolic species”. Merece la pena considerar esta hipótesis, a pesar de su autor deja muy claro que la evidencia en la que se basa es terriblemente tenue.

Según Deacon, el sistema de referencia simbólico surgió como respuesta al conflicto social y sexual, ya mencionado, que se le debió presentar a Homo habilis en su adaptación a la sabana abierta. Para este investigador, no es una casualidad que el aumento del cerebro, la desaparición del dimorfismo sexual, la fabricación de las primeras herramientas de piedra y el aumento de la importancia de la caza se produjera básicamente al mismo tiempo. A riesgo de parecer pesado, volvamos a plantear este nudo gordiano de la evolución humana. Las ventajas de una mayor capacidad mental y del completo bipedalismo llevaron al problema cabeza-pelvis, y a su vez, la resolución de este problema hizo que los bebés humanos requirieran grandes cuidados y recursos para sobrevivir los primeros años. La solución a este segundo problema era la cooperación de los miembros de la pareja para sacar adelante a las crías. Pero para que dicha cooperación fuera ventajosa y pudiera ser objeto de selección tienen que darse ciertas condiciones. Para el hombre lo más importante era tener una razonable certeza sobre la paternidad de los hijos en los que va a invertir tiempo y esfuerzo. La mujer no tenía, obviamente ese problema, pero en cambio ‘necesitaba’ una garantía de que los recursos en forma de alimento y protección se materializasen durante el largo periodo en el que los niños representan una carga importante. De nuevo, esto no quiere decir literalmente que los implicados llegaran a ‘pensar en estos términos’, lo que quiere decir es que los hombres que descuidaban a su progenie y las mujeres que no recibiesen los recursos necesarios, se encontraban en desventaja reproductiva, por lo que se acabaron seleccionando aquellas características psicológicas que propiciaran que esto no ocurriera. Con estos datos en mente, la solución más sencilla para Homo habilis hubiera sido la formación de parejas aisladas que defendieran un territorio, tal como hacen muchas especies de aves. Sin embargo, es difícil pensar que esto pudiera funcionar en las condiciones a las que se enfrentaban.

Al mismo tiempo, la adaptación a la sabana abierta probablemente exigió un aumento del tamaño del grupo. El cambio de una dieta vegetariana a otra donde la carne era importante, trajo la necesidad de desarrollar estrategias colectivas de caza. Cómo si no iban los indefensos humanos a hacer frente a depredadores como el león y abatir presas como el ñu. Muy probablemente, actuando en grupo, utilizando herramientas y aplicando su creciente capacidad mental para ‘romper’ las estrategias defensivas de otras especies. Así pues, los primeros humanos necesitaban una especie de ‘compromiso’ económico y sexual entre los miembros de la pareja, que fuera compatible con la cohesión general del grupo. Y la solución a este complicado cúmulo de problemas, según Terrence Deacon, fue el desarrollo de un sistema de referencia simbólica basado en el ritual.

Naturalmente, a lo que se está refiriendo este investigador es al esqueleto de lo que se conoce universalmente como la institución del matrimonio. Una institución que existe en todas las sociedades conocidas, aunque las formas y términos concretos varíen notablemente. En esto Deacon se acerca a las posiciones de los antropólogos tradicionales, como Levi-Strauss, los cuales reconocieron el carácter central de los vínculos matrimoniales en muchas sociedades. Después de todo, el matrimonio contiene una promesa de comportamiento futuro, en cuanto a la provisión de recursos y al acceso sexual, y determina qué acciones serán consideradas ‘inaceptables’ y darán lugar al rechazo o castigo. Este compromiso, que atañe no sólo a los miembros de la pareja sino a todo el grupo, es muy difícil de realizar si no es mediante un sistema de referencia simbólica. Al unir un determinado acto físico con un compromiso de comportamiento futuro, los primero humanos estarían dando el primer salto entre lo ‘concreto’ y lo ‘abstracto’ que caracteriza a este sistema de referencia.

Según Deacon, el ritual del matrimonio permitió ‘marcar relaciones sexuales exclusivas, de forma que todo el grupo pudiera reconocerlas’. Por tanto, la idea de ‘pareja’ implicaría un conjunto de promesas sobre comportamientos futuros dentro de un contexto; en definitiva una especie de ‘contrato social’, cuya representación se lograba mediante un ‘símbolo’ y que representaba una solución a un problema reproductivo en unas condiciones ecológicas nuevas y difíciles.

Es evidente que cualquier ritual contiene la esencia de la representación simbólica. Por ejemplo, cuando los jefes de dos tribus de nativos americanos se fumaban la ‘pipa de la paz’ estaban realizando una promesa de no agresión. La relación entre el signo (fumar) y el referente (la conducta futura) es puramente arbitraria y no puede deducirse a partir de una ‘similitud’ o de una ‘correlación’ previa entre ambas. La falta de similitud es evidente ¿qué tiene que ver el hecho de fumar ahora con la no-agresión en el futuro? Tampoco estas acciones están unidas por una coincidencia espacio-temporal. Dos tribus pueden fumar la pipa de la paz por vez primera, ya que el significado de está acción se basa en un acuerdo ‘a priori’sobre la relación entre ambos hechos.

La idea es, sin duda, interesante, sobre todo porque no nos sobran las hipótesis alternativas. Sin embargo, hay que reconocer que deja muchas cosas en el aire. Entre el desarrollo de una especie de ‘ritual’ de matrimonio y el lenguaje que empleamos para comunicarnos parece existir un verdadero abismo. No cabe duda de que en algún momento de nuestra evolución nuestros antecesores pillaron el truco simbólico, y esto desencadenó una avalancha de cambios y consecuencias. Lo que no podemos saber es si esto se produjo a consecuencia del conflicto mencionado o por otras razones. De momento no es más que una hipótesis, a la que podríamos llamar humorísticamente Hipótesis del sí quiero.

Laureano Castro y Miguel Angel Toro, del Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias y Alimentarias de Madrid, han desarrollado una teoría relacionada, a la que podríamos llamar la Hipótesis del No. Según estos investigadores, la capacidad de imitación es una condición necesaria, pero no suficiente, para que pueda producirse la transmisión cultural. Una característica que habría facilitado extraordinariamente este proceso es la capacidad de los padres de condicionar la conducta de sus hijos expresando su aprobación o desaprobación. El invento de la negación habría permitido a los padres ancestrales modificar la conducta de sus hijos, lo cual abriría la puerta para la transmisión de conocimientos por vía cultural. No puede dudarse que un mecanismo así haría mucho menos costoso el proceso educativo. Curiosamente, los chimpancés no parecen haber desarrollado esta capacidad, aunque son buenos imitadores (aunque mucho peores que los humanos). Así pues, la primera palabra que nuestros antecesores pronunciaron debió ser ‘no’ (aunque la teoría sería igualmente aplicable a un gesto de negación) e iba dirigida a sus retoños.

A pesar de lo sugestivo de estas teorías, no podemos saber cuál es el origen del sistema de representación simbólico que caracteriza el lenguaje de los humanos. No obstante, es fácil imaginar que una vez éste se hubiera desarrollado habría ejercido profundos cambios en la vida social y en las posibilidades de supervivencia de los primeros humanos. A partir de ahí, el lenguaje y la transmisión cultural habrían ido ‘de la mano’ de los cambios genéticos que condicionaban un uso más eficaz del propio lenguaje y la cultura. Esto es, el lenguaje y el cerebro (y otras partes de la anatomía) habrían entrado en un proceso de co-evolución, que nos ha llevado a convertirnos en los que somos.

Esto nos lleva a pensar en una dinámica evolutiva entre procesos sociales y biológicos, que constituye el verdadero núcleo del enfoque ‘evolucionista’, y que sustituye a la idea simplista, trasnochada y definitivamente errónea de Naturaleza vs Crianza. Una vez que se hubiera producido el primer rudimento de habilidad simbólica, la selección habría podido actuar sobre aquellos individuos con mayores capacidades en este sentido. Aunque el primer lenguaje fuera muy simple y, posiblemente se pareciera muy poco a lo que conocemos ahora, es fácil pensar que los que poseyeran esta habilidad tendrían ventajas reproductivas dentro del grupo. Los individuos con mayor capacidad lingüística estarían en una posición mucho mejor para establecer alianzas, para transmitir información útil, para organizar estrategias colectivas de caza, etc… Aunque se tratase de un lenguaje muy simple, podemos pensar que aquellos que fueran incapaces de pillar el truco simbólico estarían en franca desventaja con respecto a los individuos más articulados.

Una vez que los humanos entraron en este callejón evolutivo no era fácil dar marcha atrás. La selección de la habilidad simbólica debió ser el motor de la expansión del cerebro, en particular de la corteza prefrontal que parece ser el asiento de las capacidades mentales ‘superiores’. De aquí se derivarían otras capacidades mentales que contribuirían a reforzar el proceso, tales como la propensión al mimetismo vocal, el análisis automatizado de fonemas, el control de los músculos implicados en el habla y, finalmente el cambio en la posición de la laringe, que permite a los humanos emitir una gran variedad de sonidos. Los estudios de los fósiles demuestran que este ‘descenso’ en la posición de la laringe se había producido ya hace unos 300.000 años. La razón más simple y convincente para explicar este cambio es, obviamente, el desarrollo del lenguaje.

Aunque suele pasarse por alto este aspecto, la idea de co-evolución entre lenguaje y cerebro implica que los cambios se produjeran en los dos sentidos. Por una parte se estarían ‘seleccionado’ aquellos cerebros con más capacidad lingüística (hablando con propiedad, se seleccionarían genes que condicionasen esto último). Por otra parte, se habrían ‘seleccionado’ aquellos lenguajes que pudieran ser aprendidos por los nuevos cerebros de cada generación. En definitiva, las características sintácticas de los lenguajes tuvieron que adaptarse a las mentes de los nuevos hablantes, porque de lo contrario éstos no habrían aprendido a hablar y no hubieran transmitido este rasgo cultural, que es el lenguaje, a las generaciones posteriores. Según este punto de vista, las sintaxis de los lenguajes actuales habría sido el resultado de una especie de criba realizada por los cerebros de los nuevos hablantes de cada generación. Aunque esta proposición está enunciada de una forma un tanto vaga, nos proporciona un principio de explicación para uno de los aspectos más controvertidos de la hipótesis de Chomsky. Las reglas gramaticales no tendrían por qué ser innatas y, por tanto no hay que buscarlas en determinadas ‘estructuras neuronales’; sino que éstas serían un una especie de invento, un artefacto cultural con la importante propiedad de no resultar contra-intuitivo para los cerebros humanos. Hay que señalar que esta alternativa a la idea de Chomsky, tan sólo representa una variante sutil de la misma, ya que sigue suponiendo que el cerebro dispone de circuitos innatos que permiten a los humanos aprender con facilidad el lenguaje; cosa que les resulta extremadamente difícil, si no imposible a nuestros parientes los chimpancés.

Primeras palabras

A pesar de la gran incertidumbre que inevitablemente existe sobre este tema, la mayoría de los expertos considera probable que la evolución del lenguaje arrancase justamente con la aparición de los primeros Homo y coincidiendo con la mencionada expansión en el tamaño del cerebro. Es un hecho cierto que las palabras no dejan fósiles, ni tampoco el cerebro que las pronunció. Lo único que tenemos son fósiles de algunos cráneos, los cuales contuvieron en su día un cerebro que (acaso) fue capaz de utilizar el lenguaje. La evidencia es muy indirecta y deja un inmenso espacio para la interpretación (y el conflicto). Sin embargo, a partir de algunos de estos cráneos los científicos han sido capaces de identificar las huellas correspondientes a las áreas de Broca y Wernicke, esos pequeños ‘bultos’ del cerebro que parecen jugar un papel preponderante para la ejecución del habla. Según Phillip Tobias y Dean Falk, dos de los especialistas más prestigiosos en este campo, un fósil de Homo habilis denominado KNM-ER 1470, presenta signos claros del desarrollo de estas dos áreas del cerebro; y sin embargo, estos signos no aparecen en los cráneos de los australopitecinos.

Es posible que Homo habilis hubiera desarrollado un lenguaje, aunque seguramente era más simple que el de los humanos modernos. Sin embargo, esto no implica necesariamente que habilis hablara con palabras. Puede que se comunicase con gestos. La teoría de que el lenguaje fue inicialmente gestual, o una mezcla de gestos y palabras, para derivar posteriormente en el lenguaje predominantemente oral que nos caracteriza tiene unos cuantos adeptos. En particular, el lingüista Michael Corballis ha hecho una minuciosa exposición de esta teoría en su libro “From Hand to Mouth”.

Los partidarios del origen ‘gestual’ del lenguaje utilizan varios argumentos para justificar su teoría. En primer lugar, los chimpancés no tienen ‘vocalizaciones referenciales’ como las de los macacos verdes, y en cambio utilizan un amplio repertorio de gestos. Otro argumento se basa en las ‘afasias’ provocadas por lesiones en el área de Broca. Curiosamente, los pacientes sordomudos que sufren lesiones en este punto tienen problemas para ‘hablar’ en lenguaje de gestos, lo que indica que esta área está implicada en el procesamiento del lenguaje, independientemente de que éste se realice mediante gestos o palabras. Estos autores señalan que, aunque minoritarios, existen algunos lenguajes ‘naturales’ basados en gestos, como los que empleaban los nativos de Norteamérica; y que son tan ricos y complejos como los que emplean palabras habladas.

Más aun, la teoría del origen gestual del lenguaje resuelve el llamado ‘problema de referencia’, el cual resulta difícil de explicar si las palabras hubieran sido utilizadas en primer lugar. Este ‘problema’ consiste en que las palabras contienen signos arbitrarios, que no se parecen en nada a los objetos a los que hacen referencia. Con pocas excepciones, resulta imposible encontrar un ‘sonido’ que corresponda con un objeto dado y que tal conexión pueda ser entendida, si no existe un acuerdo ‘previo’ sobre la relación entre ambas cosas. Excepto con las onomatopeyas, resulta casi imposible emitir un sonido que ‘represente’ claramente a un objeto. Si los gestos hubieran sido empleados originalmente como signos, este problema de referencia es menor, debido a dos razones. En primer lugar, podemos aludir a los objetos corrientes mediante el procedimiento de señalarlos. Esto proporciona una forma inmediatamente inteligible de ‘nombrar’ objetos (admitiendo que sólo es utilizable para aquellos que se encuentren a la vista). Por otra parte, los verbos son mucho más fáciles de representar mediante gestos, ya que casi siempre es posible realizar un ‘pantomima’ que represente la acción, de forma que sea entendible sin necesidad de que haya un acuerdo previo sobre el significado. Utilizando la terminología de Pierce, diríamos que los gestos permiten hacer representaciones ‘icónicas’ de muchos verbos. Considerando ambos hechos, parece plausible que el gesto constituyera un medio más adecuado para el lenguaje original. Por otra parte, no hay ninguna razón para excluir la posibilidad de que este lenguaje inicial estuviera formado por una mezcla de gestos y vocalizaciones. En alguna etapa posterior los gestos perderían fuerza en favor de las palabras, aunque en la actualidad el habla normal siga empleando ambas. Podríamos decir, en broma, que el lenguaje tuvo que evolucionar de ‘la mano a la boca’ para que los humanos pudiéramos hablar por el móvil.

¿Son inteligentes los humanos?

Una nave extraterrestre aterriza en nuestra planeta y, con gran sorpresa, descubre que está poblado por una especie que manifiesta indicios de inteligencia (nosotros). Resulta que los extraterrestres vienen de un planeta con una atmósfera muy turbia, donde la visión no resulta útil, por lo que utilizan para orientarse una forma de eco-locación similar a la de los murciélagos terrícolas. Los alienígenas ‘abducen’ a unos cuantos humanos y los envían a su planeta para realizar un estudio cuidadoso. Allí, los científicos extraterrestres se preguntan si estas extrañas criaturas pueden considerarse inteligentes y, no sin cierta lógica, comienzan estudiando la capacidad de eco-locación de los humanos. Los primeros experimentos son prometedores. Al parecer, los humanos pueden emitir sonidos, aunque de una frecuencia demasiado baja para que sean de verdadera utilidad. Además pueden percibir si están situados cerca de un objeto grande, debido al eco que producen sus sonidos. A pesar de estos auspiciosos comienzos, los avances se estacan rápidamente. Todo lo más, pueden hacer un cálculo sumamente incierto de la distancia a la que está situada una pared, pero su capacidad de eco-locación no pasa de ahí. Tras varios meses desesperantes, los científicos concluyen que los humanos son incapaces de eco-locar ‘una vaca en un garaje’. En un momento dado, a alguien se le ocurre que tal vez el problema no radique en la capacidad mental de los humanos, sino de que estos carecen de un aparato ultra-fonador apropiado. Para resolver esto, emplean un mecanismo capaz de convertir los sonidos que emiten en ultrasonidos. Sin embargo, esto no parece mejorar en nada las cosas. De nuevo, a alguien se le ocurre que quizá el problema radique en que son incapaces de ‘oir’ los ecos del ultrasonido. Para ello se aplica otro mecanismo capaz de convertir el eco en sonidos audibles para los humanos. Y sin embargo, la habilidad de éstos sigue sin mejorar. Al cabo de dos años, los científicos extraterrestres concluyen que el cerebro de los humanos es simplemente incapaz de procesar los ecos y declaran que estas criaturas están irremediablemente incapacitadas para la eco-locación. Los científicos están desolados, ya que han invertido mucho trabajo y el proyecto les ha costado una fracción no despreciable del presupuesto. El caso es que los humanos ‘parecían’ una especie inteligente ¿por qué su capacidad es tan limitada? Poco después, los exploradores extraterrestres anuncian que han encontrado dos especies de mamífero con capacidad de eco-locación en la Tierra: uno volador y otro marino. El estudio de los humanos es abandonado inmediatamente.

 

Equilibrio puntuado y Evolución del Lenguaje

 

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A finales del siglo XIX, el lingüista August Schleicher propuso la idea –tomada directamente de Darwin- de que los idiomas evolucionaban de forma parecida a las especies de seres vivos. Sin duda, se trata de una idea terriblemente atractiva, casi podríamos calificarla de “romántica”. En cambio, a los lingüistas (ortodoxos) nunca les ha hecho demasiada gracia. Es bien conocido que en 1866, la ‘Societé de Linguistique de Paris’ prohibió a sus miembros investigar, o incluso discutir sobre los orígenes del lenguaje. Al parecer, los venerables directores de esta venerable institución consideraron que el tema era, al mismo tiempo, imposible de investigar y terriblemente atractivo, por lo que pensaban que sólo podía engendrar ‘especulaciones inútiles’ entre sus miembros.

 

Pese a la polémica, las comparaciones entre la evolución de los genes y la evolución de las lenguas han sido un tema recurrente en las últimas décadas, debido –en buena parte- a los trabajos de Joseph Greenberg y Luca Cavalli-Sforza (Cavalli-Sforza et al., 1994). En los años sesenta del pasado siglo, el lingüista norteamericano Greenberg propuso una controvertida clasificación de las familias de lenguas de América y Africa. Greenberg reprochaba a sus colegas el ser excesivamente conservadores a la hora de estimar el posible origen común entre lenguas distantes. Por ejemplo, en el caso de América (Greenberg, 1987), propuso tres familias de lenguas: la amerindia (que comprende la mayoría de los idiomas de los nativos americanos del Norte y del Sur), la Na-Dene y la Esquimo-Aleutiana (estas últimas sólo se hablan en puntos de Canadá, Alaska y el suroeste de USA). La polémica se debía a que la mayoría de los lingüistas no reconocía el origen común de las lenguas amerindias (sí de las otras familias). Sin embargo, estudios genéticos (posteriores a Greenberg) han demostrado que todos los indígenas que hablan esta familia de lenguas tienen un origen genético común y son descendientes de uno (o pocos) grupos no demasiado numerosos que cruzaron el estrecho de Behring hace unos 12.000 años (Wallace and Torroni, 1992). Por tanto, es muy probable que esta población fundadora hablase una sola lengua, lo que apoya la teoría de Greenberg. Sin embargo, sus detractores no niegan esta posible origen común, lo que niegan es la validez de los métodos lingüísticos para aseverar dicho origen.

 

En cualquier caso, parece claro que “genes” y “lenguas” pueden proporcionar información valiosa sobre nuestro pasado remoto, con la importante ventaja de que ambas fuentes son completamente independientes, por lo que los resultados podrían “validarse” (hasta cierto punto) entre una y otra. Obviamente, ambos métodos tienen limitaciones y no todo el mundo está de acuerdo con las conclusiones (particularmente en el caso de las lenguas).

 

Dado lo controvertido del tema, confieso que me ha impresionado el artículo que se publicó recientemente en Science por el equipo que dirige Mark Pagel, de la universidad de Reading, en Reino Unido (Atkinson et al., 2008). En él, no sólo da por buena la idea de que las lenguas evolucionan de forma similar a las especies de seres vivos, sino que se mete de lleno en otra de las más vivas polémicas de la biología evolutiva: la teoría del equilibrio puntuado. Según esta teoría, propuesta por Niles Eldredge y Stephan Jay Gould (Eldredge and Gould, 1997), las especies no evolucionan de forma continua sino en cortos periodos de rápido cambio, seguidos por largos periodos de “estasis” en las que prácticamente no se produce cambio alguno. La teoría ha recibido críticas de varios autores, particularmente Richard Dawkins y Daniel Dennett (pero este tema supera los límites del presente post, así que habrá que dejarlo para otro día).

 

La principal conclusión del trabajo de Science es que los lenguajes evolucionan también de forma “puntuada”, es decir, la mayoría de los cambios se producen en periodos relativamente cortos adyacentes a los “nodos”, o sea, a los puntos de divergencia entre dos lenguas. Para llegar a esta conclusión, los investigadores construyeron primero “árboles filogenéticos” en varias familias de lenguas, en particular la familia indoeuropea, la austronésica y la bantú. Dentro de estas tres familias, la topología del árbol, es decir, la manera en que se conectan las diferentes ramas está bastante clara. Posteriormente analizaron si los cambios de vocabulario se producían cerca de los nodos o no. La hipótesis resultó ser correcta: la mayoría de los cambios tenían lugar cerca de los puntos de ramificación. De manera que las lenguas, según los autores, tendrían una tendencia general a divergir (en su vocabulario esencial) en una primera fase de formación, para luego entrar un periodo de relativa estabilidad, donde la divergencia es más lenta. Los autores achacan este hecho al deseo de los hablantes de una lengua recién surgida a afirmar su identidad de grupo, haciendo patente las diferencias con la lengua de la que proceden. Serían pues, razones culturales e incluso “políticas” las responsables.

 

Sin duda, se trata de un trabajo extremadamente interesante y provocador. Parte de la “transgresión” se debe a que sus autores proceden de la biología y de la bioinformática y no de un departamento de lingüística pura y dura (aunque tienen una larga experiencia en el estudio de la evolución del lenguaje). Conviene mencionar que desde el punto de vista de un bioinformático, la evolución de las secuencias de DNA y la evolución del las palabras son problemas muy, muy relacionados. Aunque tal vez los lingüistas ortodoxos no estén muy de acuerdo. Como se sabe, la cuestión de las “tribus académicas” sigue siendo un material inflamable. También hay que decir que el trabajo es tan conciso que realmente no hay forma de saber cómo están hechos los análisis. Habrá que esperar para saber si este punto de vista acaba siendo aceptado o no.

 

En todo caso, la explicación de los autores coincide con la idea intuitiva y generalmente aceptada de que el lenguaje constituye una de las principales señas de identidad de los grupos humanos: Si no hablas como nosotros no eres uno de los nuestros.

 

Atkinson, Q.D., Meade, A., Venditti, C., Greenhill, S.J., and Pagel, M. (2008) Languages evolve in punctuational bursts. Science 319: 588.

Cavalli-Sforza, L.L., Menozzi, P., and Piazza, A. (1994) The History and Geography of Human Genes: Princeton University Press.

Eldredge, N., and Gould, S.J. (1997) On punctuated equilibria. Science 276: 338-341.

Greenberg, J.H. (1987) Language in the Americas: Stanford University Press.

Wallace, D.C., and Torroni, A. (1992) American Indian prehistory as written in the mitochondrial DNA: a review. Hum Biol 64: 403-416.

Hasta siempre, Washoe

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La idea de que los chimpancés pueden aprender a hablar si alguien se toma la molestia de enseñarles, se remonta a los tiempos de Darwin. Por supuesto, tal empresa ha sido acometida muchas personas desde entonces. En varias ocasiones una cría de chimpancé ha sido ‘adoptada’ por científicos humanos, que han tratado de enseñarle a hablar como si de un niño se tratase. El resultado ha sido idéntico en todos los casos: los chimpancés son incapaces de aprender más de dos o tres palabras, y eso con tremendas dificultades. Hasta los años cuarenta del siglo XX el consenso entre los expertos era absoluto: los chimpancés no hablan en su medio natural y son incapaces de aprender, incluso en presencia de dedicados cuidadores humanos.

Sin embargo, en los años sesenta, Allen y Beatrice Gardner, de la Universidad de Oklahoma intentaron una estrategia alternativa[1]. Estos investigadores razonaron que tal vez los fracasos anteriores no se debían a la falta de capacidad ‘mental’ de los chimpancés, sino más bien a las limitaciones impuestas por el aparato fonador de estos animales. Basándose en algunas observaciones aparecidas en la literatura científica, sobre la tendencia de los chimpancés a comunicarse con gestos, decidieron intentarlo con el ‘ameslan’, el lenguaje americano de signos que emplean habitualmente los sordomudos para comunicarse. Fue una buena idea. Tras cuatro años de intenso entrenamiento, Washoe, que así se llamaba, fue capaz de aprender la friolera de 132 signos. Esto supuso una verdadera revolución en el campo de la comunicación animal. El consenso entre los expertos pasó de ‘los chimpancés no pueden aprender a hablar’ a ‘los chimpancés pueden aprender a hablar con tal de que se utilice un sistema adecuado a sus características fisiológicas’. Hay que añadir que el ameslan, al igual que otros lenguajes de signos, constituye un idioma tan complejo y articulado como el inglés o el español.

Washoe murió el 30 de octubre a los 42 años, una edad muy avanzada para un chimpancé

El anuncio de su funeral aquí:

http://www.friendsofwashoe.org/


[1] Gardner, R.A. and Gardner, B.T. (1969) “Teaching sign language to a chimpanzee” Science 165:664-67

FOXP2: Un gen esencial para la lenguaje

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Cuando hablamos de las diferencias entre los humanos y otras especies, resulta evidente que el lenguaje constituye la madre del cordero. Nosotros hablamos, ellos no. Ciertamente, nuestras capacidades mentales difieren de las de otras especies de mamíferos en muchos aspectos, pero sin duda, la capacidad de hablar es la fundamental.

La pregunta del millón entonces es: por qué hablamos. Hemos tenido que adquirir esta facultad en algún momento de la evolución, y eso significa que se han tenido que producir cambios genéticos. Estos cambios afectaron a nuestro aparato fonador, el cual resulta particularmente apto para modular el sonido; pero a un nivel más básico, los cambios genéticos tuvieron que afectar a nuestro cerebro. Procesar información y dar las órdenes pertinentes a los músculos para que conviertan esta información en palabras es una tarea extremadamente compleja, y no totalmente esclarecida en términos neurológicos.

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Algunos estudiosos han afirmado (con Noam Chomsky a la cabeza) que “el lenguaje es un instinto”. Me apresuro a matizar que –evidentemente- el lenguaje que aprendemos es efecto exclusivo del medio en que nacemos. Sin embargo, la insultante facilidad con que los niños de aproximadamente dos años aprenden a hablar sugiere imperiosamente que hay factores biológicos presentes. Los niños de esa edad están particularmente capacitados para adquirir lenguaje, pero muchas otras funciones intelectuales maduran a edad mucho más tardía. A los cinco años, los humanos normales tenemos un conocimiento tácito pero enorme de las reglas sintácticas. Al mismo tiempo, es fácil suponer que la aparición de un carácter complejo como éste, que requiere cambios concertados en el aparato respiratorio y el cerebro, y que fácilmente confería ventajas a los que los poseyeran, pudiera haber sido seleccionado positivamente en nuestro linaje.

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Un argumento empleado por los evolucionistas a favor de que la capacidad lingüística tiene un asiento en nuestros genes, se basa en el estudio de determinadas enfermedades genéticas, tales como el síndrome de Williams o el Impedimento Lingüístico Específico (ILE). El primer caso constituye una forma infrecuente de retraso mental, cuyo origen parece estar asociado a un gen situado en el cromosoma 11 y que afecta a la regulación del calcio. Los pacientes que sufren el síndrome de Williams suelen tener un aspecto físico peculiar; en general son pequeños y delgados, tienen la cara alargada y una barbilla afilada que les da un cierto aire de elfos. El cociente de inteligencia suele estar entorno a 50 y manifiestan claras deficiencias para realizar tareas normales, como atarse los cordones de los zapatos o montar en bicicleta. Sin embargo, su capacidad lingüística es completamente normal, o incluso por encima de lo normal. Varios estudios han demostrado que su capacidad de entender y componer oraciones gramaticalmente complejas está dentro de los valores medios. Además, parecen tener una particular inclinación por el empleo de palabras inusuales y construcciones complicadas. Lo que hace esta enfermedad interesante en este contexto es el hecho de que tenga un efecto catastrófico sobre la inteligencia general, pero que deje intacta la capacidad de usar y entender el lenguaje.

 

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El Síndrome de Impedimento Lingüístico presenta la otra cara de la moneda, ya que provoca serios problemas a los afectados para articular el habla, dejando intacta su inteligencia general y (casi) todos los aspectos no lingüísticos de la actividad mental. En realidad no se trata de una única enfermedad, sino de un conjunto de ellas, y en la mayor parte de los casos parece que hay varios genes implicados, por lo que va a resultar difícil identificarlos. No obstante, un tipo particular de este síndrome, que afecta a una familia inglesa ha permitido realizar uno de los descubrimientos más fascinantes de este campo en los últimos años: la identificación de FOXP2, que puede considerarse como el primer gen que parece estar implicado específicamente en el desarrollo del lenguaje.

La ‘caza’ de este gen comenzó cuando un grupo de genetistas británicos, liderados por Simon Fisher decidió estudiar a una familia, denominada KE en la cual más de la mitad de sus miembros, pertenecientes a tres generaciones, se encontraban afectados. A diferencia de otros casos de ILE, la pauta de herencia de esta enfermedad indicaba que el defecto era debido a un único gen, lo que simplificó mucho su identificación. La concordancia entre el gen afectado, FOXP2, y el síndrome era perfecta. Todos los miembros afectados presentaban la misma mutación en este gen, mientras que todos los miembros no afectados tenían una copia normal del mismo.

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FOXP2 codifica una proteína reguladora, en concreto un ‘factor de transcripción’, cuya función es controlar la expresión de otros genes y se sabe que esta proteína se expresa durante el desarrollo embrionario. Sin embargo, FOXP2 no es específico de los humanos, ya que un gen muy similar está presente en todos los mamíferos. Más aun, la proteína también parece cumplir una importante misión en el desarrollo de otros órganos, como los pulmones, aunque la mutación observada en la familia KE no tenía efectos graves en estos tejidos. Aparentemente, esto es una contradicción. Si los científicos estaban buscando un gen específicamente responsable del lenguaje, deberíamos esperar que dicho gen sólo apareciera en el cerebro humano, y no en otros órganos u otras especies. No obstante, la versión humana de este gen difiere en un aspecto que puede ser muy importante para nuestra comprensión del lenguaje.

Cuando el grupo de Fisher, en colaboración con el laboratorio de Svante Pääbo, del Instituto Max Planck de Leizpig, comparó la proteína humana con la correspondiente del chimpancé, encontró solamente dos aminoácidos diferentes de los 715 que tiene la cadena. Dos diferencias en 715 parecen muy poca cosa, sin embargo, los dos aminoácidos que han cambiado (una treonina ha cambiado en el linaje humano a una asparagina, y una aspargina ha cambiado a una serina) pueden afectar a la forma en que esta proteína ejerce su función reguladora, lo que puede dar lugar a un cambio en la expresión de un buen número de genes, los cuales pueden a su vez ocasionar otros efectos. Lo más importante es que estos dos aminoácidos que aparecen en la proteína humana están conservados en todos los individuos (humanos) analizados en un estudio que incluía africanos, europeos, sudamericanos, asiáticos y australianos. Más interesante aun es el hecho de que el cambio de asparagina a serina no aparece en ninguna otra especie de primate. Hay que resaltar que la secuencia de este gen está muy conservada.

En 150 millones de años de evolución, entre el ratón y el chimpancé, sólo se ha producido un cambio; sin embargo, en los 6 millones de años de divergencia entre los humanos y los chimpancés se han producido dos cambios. Otras técnicas genéticas sugieren que el alelo presente en los humanos desplazó a otros alelos (debido a la ausencia de polimorfismo en las inmediaciones de este gen).Los modelos bioinformáticos sugieren que este cambio debió producirse entre 10.000 y 100.000 años antes del presente, una fecha que es concordante con otras estimaciones sobre la aparición de Homo sapiens. En resumen, es posible que las mutaciones en FOXP2 constituyan uno de los cambios genéticos más importantes en la aparición de nuestra especie, si bien aun no podemos estar seguros.

Visto en retrospectiva, no resulta tan extraño que los genes necesarios para el lenguaje estén presentes en otras especies y, asimismo, tengan otras funciones. Al contrario, resulta improbable que la capacidad lingüística de los humanos no surgiera a partir de capacidades cognoscitivas ya presentes en los primates. Por otro lado, no es necesario postular la aparición de genes completamente nuevos, ya que cambios cuantitativamente pequeños en la secuencia de una proteína pueden dar lugar a modificaciones muy importantes en la forma en que dicha proteína funciona. En general, la evolución actúa mediante pequeñas modificaciones sobre los elementos existentes y raramente mediante la aparición ‘en el vacío’ de nuevas estructuras: Natura non facit saltum.