Patatas y falacia naturalista

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Queridos amigos,

Este post está dedicado a la “Falacia Naturalista”. El término fue acuñado por el filósofo británico George Edgard Moore, en sus “Principia Ethica”, allá por los comienzos del siglo XX. Lo que viene a decirnos es que “no es cierto que todo lo natural sea bueno”. En primer lugar, nos enfrentamos a una definición del término “natural”, lo cual no es tan fácil como parece. De hecho no lo es en absoluto. Una posibilidad sería asumir que la condición “original” de los humanos es vivir como cazadores-recolectores. Por tanto, diríamos que una cosa es natural si encaja en esta forma de vida. Todo lo que viene después: la agricultura, la ciudad, el estado de derecho, las tarjetas de crédito y los bombones de chocolate, pertenecerían a la categoría de “artificial”. Por supuesto, la forma de vida natural lleva aparejada una esperanza de vida corta, una mortalidad infantil alta y otros muchos inconvenientes.

Reconozco que no es un tema demasiado de moda en España en estos tiempos. No recuerdo haberlo visto en los titulares de los periódicos, ni en las tertulias de la radio. Sin embargo, la Falacia Naturalista está entre nosotros e influye en la consideración que damos a muchas cosas cotidianas. Particularmente influye en nuestras decisiones como consumidores, de aquí que se utilizada una y otra vez por los publicistas.
Aunque parezca un poco raro, mi ataque a la FA va empezar por un artículo de consumo bien prosaico: la patata. ¿Y a quién no le gustan? El 99,99% de los niños menores de cinco años matarían por un plato de patatas fritas, bien untadas en ketchup.

Los incas las domesticaron allá por el siglo V a.c. y construyeron un imperio basado en este cultivo (la palabra domesticar suena un poco rara aplicada a una planta, pero el proceso es el mismo que en la domesticación de animales: un proceso de selección genética promovido por los humanos que modifica ciertas características de un ser vivo haciendo apto para su utilización). Los incas no sólo se las comían, también las adoraban y dependían de ellas. Ellos le dieron el nombre de ‘papa’.

Los españoles entendieron pronto la importancia de esta planta; Gonzalo Jiménez de Quesada la llevó a España como compensación por el oro que no pudo encontrar. En el siglo XVI, las patatas eran una comida corriente en los barcos españoles y pronto se vió que los marineros que las consumían no caían víctimas del escorbuto. Según una leyenda, las patatas llegaron a Irlanda desde un barco español hundido de la Armada Invencible.

No obstante, el crédito por haber introducido este cultivo en Europa suele atribuirse a Antoine-Agustin Parmentier, un militar francés aficionado a la botánica. Al parecer, empleó una estratagema para popularizar su uso: hizo que una guardia custodiase permanentemente su huerto de las afueras de París, aunque los soldados tenían órdenes de permitir el “robo” de los tubérculos. En efecto, las patatas fueron rápidamente robadas y sembradas en otros muchos huertos. En realidad, Permentier introdujo este cultivo en Francia.

Se preguntarán qué tiene que ver todo esto con la falacia naturalista. Ahí vamos. Posiblemente la causa de que la patata no fuera aceptada fácilmente se debe a que pertenece a la familia de las solanáceas, muchas de las cuales son extraordinariamente venenosas. Por ejemplo, la Datura stramonium, es famosa por sus efectos alucinógenos. Dicen que las brujas la empleaban para lograr la sensación de estar volando. El problema es que la dosis a la que tiene efectos alucinógenos y la dosis letal se encuentran peligrosamente cerca. Otra solanácea es Atropa belladona, cuyo alcaloide produce a bajas dosis dilatación de la pupila y que en la Edad Media empleaban las damas para aumentar su belleza (de ahí su nombre).

Nuestra vulgar patata no está exenta de peligros. Los tallos y hojas contienen el alcaloide solanina, francamente tóxico; el tubérculo no lo produce, a menos que le de la luz y empiece a brotar (recordemos que el tubérculo es en realidad un tallo). En ese caso, es posible que las patatas nos provoquen una intoxicación y se han dado casos de muerte de animales por ingesta de patatas verdes. Naturalmente, este es un riesgo razonable. La inmensa mayoría de las veces, las patatas no provocan ningún problema.

La cuestión es: las patatas son en realidad venenosas, pero hemos aprendido a manejarlas y el riesgo de envenenarnos es tolerablemente bajo. Sin embargo, nuestros criterios de seguridad no son siempre los mismos ni se aplican a todas las cosas por igual. Si la patata fuera un cultivo nuevo, obtenido mediante ingeniería genética y tratásemos de introducirlo en Europa, seguramente no sería aceptado. Pero nos hemos acostumbrado a ellas y las consideramos (con buen criterio) parte de nuestra vida cotidiana; son, por así decirlo, algo “natural”. En general, empleamos este término de forma vaga. El “yogur natural” no es menos artificial que el yogur de sabores.

El problema es un pelín más insidioso. Porque cuando decimos que una cosa es “natural” solemos dar a entender que también es “buena”. El término parece llevar los dos sentidos pegados a su espalda. Y a esto se refería George Moore cuando hablaba de la falacia naturalista. Lo que quería decir es que nunca se deben sacar conclusiones morales de simples hechos. Es cierto que los humanos originales fueron cazadores-recolectores, pero de ahí no se deduce que esta condición sea “buena”, ni moralmente correcta ni agradable de llevar a la práctica.

Esta cuestión es particularmente importante para la Psicología Evolucionista. Esta disciplina trata de interpretar la conducta humana a la luz de la teoría de la evolución. En especial, se pregunta cómo evolucionó nuestra capacidad cognoscitiva y a qué tipos de problemas respondía esta evolución. Seguramente a problemas habituales de nuestros antecesores: encontrar comida, aparearse, mantener un estatus dentro del grupo, etc…
Sea lo que sea, lo que la ciencia nos permita descubrir sobre nuestros orígenes, ello carece de valor moral. De ahí que los psicólogos evolucionistas lo repitan como un mantra. Y hacen bien.

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