
Escribo este post desde el “Genome Evolution Laboratory” de la Universidad de Wisconsin-Madison, que dirige mi (querida y admirada) colega, Nicole Perna. Debo pedir disculpas por el estado de relativo abandono de este blog (en el caso hipotético de que esto suponga un inconveniente para alguien). El problema no es, ciertamente, la falta de tiempo, sino más bien la falta de energía mental para escribir algo después de una agotadora jornada de trabajo enganchado al ordenador. En cualquier caso, un laboratorio de biología evolutiva parece un buen sitio para hablar de selección natural.
Un problema importante en la teoría evolutiva es que resulta muy difícil obtener evidencia experimental que apoye las hipótesis que se formulan. No me estoy refiriendo al hecho de la Evolución en sí, sino al mecanismo de evolución mediante variación y selección natural. La Evolución, como tal, es un hecho incontrovertible apoyado por una montaña de pruebas, por lo que no hace falta extenderse en esto. También existen abundantes pruebas de que la selección natural existe, de que opera de forma continua y de que es un factor esencial en la evolución. Lo que no es nada fácil es saber en qué grado opera este mecanismo ¿Realmente todos los caracteres que apreciamos en los seres vivos están optimizados por la selección natural? Esta pregunta ha originado una división entre los estudiosos de la evolución. Por un lado, algunos investigadores se han mantenido fieles a la premisa ‘seleccionista’ de que básicamente todos los caracteres están ‘optimizados’ por la selección natural. La otra escuela, denominada, ‘neutralista’, mantiene por el contrario que la mayoría de las mutaciones no afectan ni positiva ni negativamente a la supervivencia de los individuos; son por tanto mutaciones ‘neutrales’. Los neutralistas no niegan que la selección natural exista, solamente afirman que la acción de ésta tiene límites y que existe un margen considerable para la variación genética. En particular, los ‘neutralistas’ señalan que la ‘selección positiva’ de un gen debido a las características favorables que confiere a los individuos portadores, es un suceso raro. Hay que señalar que esta diferencia es en el fondo una cuestión ‘de matiz’ y no cuestiona básicamente las ideas de Darwin. Desgraciadamente, los medios de comunicación tienen cierta tendencia a exagerar las discrepancias de los científicos sobre este asunto; esto también tiene cierta lógica: si los científicos están dispuestos a ‘cortar cabezas’ por discrepancias sobre el grado de selección natural en las poblaciones, las personas ajenas a la polémica tienden a pensar que las discrepancias son realmente profundas. En todo caso, los biólogos evolutivos parecen haber superado esta polémica hace ya algunos años,
Con frecuencia se acusa a los darwinistas ortodoxos de que sus razonamientos son ‘circulares’: los individuos que han sobrevivido son las más supervivientes y, por ello, los mejor dotados para la supervivencia. Más que circularidad, lo que hay es una afirmación implícita, la de que la supervivencia y la reproducción no dependen nada de la suerte y todo de los genes del individuo ¿Es posible probar que determinadas características de los seres vivos son adaptaciones, esto es, son consecuencia directa de la selección natural? En general esto es bastante difícil; para lograrlo tendríamos que comparar las características en cuestión de la especie actual y de la antecesora, la cual normalmente ha desaparecido y de la cual quedarán, o no, restos fósiles. Por otra parte, tendríamos que transportarnos al pasado para poder estudiar in situ si se ha habido o no selección natural para las características que postulamos, lo cual obviamente es imposible. El trabajo del biólogo evolutivo se parece al de un detective, sólo que éste ha llegado millones de años tarde a la escena del crimen. No obstante, existen muchos casos de caracteres complejos, que han aparecido en una especie o grupo de especies determinado y cuya función e importancia para la supervivencia resulta tan evidente, que nadie duda de que se trata de adaptaciones. El problema radica en que existen otros muchos casos donde las cosas no están tan claras. Veamos un ejemplo.
Las orquídeas son una familia de plantas emparentadas con los lirios, y de la que existen miles de especies. La mayoría de estas plantas habita en regiones tropicales, pero hay unas cuantas especies en la región mediterránea. En la Península Ibérica son abundantes en la mayoría de las regiones y resulta fácil localizarlas en primavera. La característica más fascinante de estas plantas radica en el modo en que atraen a los insectos para facilitar su polinización. En general, la mayoría de las flores logra atraer insectos debido a la presencia de sustancias comestibles para éstos, como néctar o polen. La diferencia con las flores de orquídeas es que han evolucionado hasta adquirir una forma que recuerda a la hembra de determinadas especies, lo que estimula a los machos a acercarse a estas flores. La ‘trampa’ incluye también sustancias aromáticas que ‘recuerdan’ al olor de la hembra. El engañado insecto acude así dispuesto a aparearse e incluso realiza la llamada pseudo-copulación, que no es otra cosa que el vano intento del infortunado insecto por hacer lo que la Naturaleza le ‘ordena’. El resultado es que el macho queda cubierto con el polen de la orquídea y lo llevará hasta otra planta, en la siguiente ocasión en la que sea engañado por esta artera especie vegetal. Dado que la orquídea llega a ‘imitar’ el aspecto y el olor de sus especies de insectos polinizadores, y dada la importancia que tiene la dispersión del polen para el éxito reproductivo de las plantas, nadie duda que este mecanismo sea consecuencia de la selección natural.
Consideremos ahora un ejemplo menos claro. Una de las críticas más frecuentes a la teoría de la evolución se basa en que las proposiciones ‘seleccionistas’ son ‘indemostrables’ y, por tanto, basta con que alguien considere plausible el hecho de que un carácter haya sido seleccionado para dar por sentado que esto es precisamente lo que ha ocurrido ¿Por qué tienen rayas los tigres? Según el darwinismo ortodoxo, en algún momento apareció por casualidad un tigre rayado; este animal habría resultado un cazador más eficaz, ya que las rayas actúan como un camuflaje en el interior de la selva tropical. De aquí que ese tigre se reprodujera en mayor medida que otros animales sin rayas y pasara este carácter a la descendencia. Según los críticos del darwinismo, este tipo de explicaciones ‘ad hoc’ no tienen carácter probatorio.
Y tienen razón. Sin embargo la dificultad surge al tratar de sacar conclusiones precipitadas. En el caso del tigre, podemos pensar en principio que la pigmentación rayada represente una ventaja para el animal; eso nos llevaría a establecer una hipótesis. En primer lugar, tendríamos que estar seguros de que el carácter se hereda genéticamente (cosa que ocurre). Seguramente no existe un gen específico para las rayas del tigre, pero seguramente existen unos cuantos genes implicados en este carácter (los cuales, probablemente tienen también influencia sobre otros caracteres). En segundo lugar, tendríamos que fijarnos en la variabilidad que existe en la población. Si todos los tigres tienen el mismo rasgo, sin variación alguna, tendremos una razón adicional para suponer que la selección natural interviene. De no ser así, de vez en cuando aparecería un mutante diferente que tendría las mismas posibilidades de sobrevivir que los animales rayados. De nuevo, no podemos estar seguros. Es posible que la selección tenga lugar en un gen cercano y las rayas sean una consecuencia indirecta de la selección. Alternativamente, sigue siendo posible que el carácter no tenga una influencia significativa sobre la supervivencia o reproducción del animal y la razón por la que lo observamos en el 100% de los tigres es que todos ellos son descendientes de una pequeña población fundadora, que resultó ser rayada. Con todo, la ausencia de variabilidad de un carácter en una especie, habla a favor de que dicho carácter cumpla una función. Nuestro siguiente paso consistiría en examinar especies relacionadas que ocupen un hábitat diferente. Al hacerlo caeríamos en la cuenta de que el tigre de Siberia, una sub-especie que habita en la tundra, tiene unas rayas mucho más tenues, que dan la impresión de un pelaje claro y uniforme. El hecho de que el carácter varíe de forma congruente con la función supuesta, esto es, las rayas se desvanezcan cuando la supuesta ventaja desaparece, pueden interpretarse como otra prueba a favor de la hipótesis. De nuevo, no es definitiva. Podría ocurrir que el pelaje claro fuera objeto de selección en el tigre de Siberia y que el pelaje rayado no lo fuera en el tigre de Bengala. La prueba definitiva consistiría en identificar los genes implicados en la coloración del pelaje y tratar de deducir, mediante comparación con otros genes relacionados, en qué medida ha actuado la selección natural. De momento, la controversia sigue.
Puesto que las mutaciones se producen al azar (todo el mundo está más o menos de acuerdo en esto), el hecho de observar una distribución no aleatoria de las variaciones en la secuencia de un gen prueba que algunas mutaciones están siendo ‘eliminadas’. Ciertamente, hay que recorrer un largo camino para llegar a una conclusión de este tipo y en muchos casos, sencillamente, no tenemos datos que nos permitan hacerlo. Claramente, no todo el cambio genético se debe al efecto de la selección, pero en la medida que una especie está adaptada a un ambiente, la única forma razonable de explicar dicha adaptación es la selección natural.
A partir de la década de los setenta, el increíble desarrollo de la Ingeniería Genética ha permitido estudiar los genes de forma directa. Por primera vez en la Historia ha sido posible aislar un gen individual en un tubo de ensayo, analizar la secuencia de bases de su DNA y deducir la secuencia de aminoácidos de la proteína que codifica. Asimismo, los investigadores han podido comparar las secuencias de numerosos genes en diferentes especies. Incluso es posible en algunos casos estudiar la secuencia completa de todos los genes de una especie, es decir, su genoma completo, y compararlo con el de otras especies. En el momento de escribir este post se ha secuenciado (entre otros muchos) el genoma del humano, perro, chimpancé, orangután, caballo, ratón, arroz, la mosca Drosophila melanogaster, la levadura del pan, la crucífera Arabidopsis thaliana, el nematodo Caenobharditis elegans y un buen número de especies bacterianas. Si alguien tiene curiosidad sobre el número de genomas secuenciados puede consultarlo en este enlace: http://www.ensembl.genomics.org.cn/index.html . En las próximas décadas el número de genomas secuenciados seguramente va aumentar de forma muy considerable. Naturalmente, esto tiene que afectar muy profundamente al estudio de la evolución de los seres vivos. Si la evolución consiste en el cambio de los genes a través de las generaciones, la posibilidad de conocer de forma directa y completa el material genético nos abre una ventana al pasado remoto.
Los estudios moleculares han puesto de manifiesto que muchos cambios genéticos no tienen consecuencias sobre la capacidad de supervivencia de los individuos. En primer lugar, se ha visto que una buena porción del DNA no tiene como función codificar proteínas. Lo asombroso del caso es que este DNA no-codificante puede constituir la mayor parte del material genético de una especie, del orden del 90% o aun mayor ¿Cuál es la función de este DNA? No lo sabemos. Ni siquiera sabemos si tiene alguna función; es posible que no la tenga (aunque no es esta una cuestión que haya sido zanjada definitivamente) y de ahí que se le haya denominado DNA ‘basura’. La mayor parte de este DNA ‘basura’ puede sufrir mutaciones libremente sin que esto afecte a las características de los individuos.
En segundo lugar, dentro del DNA que sí codifica proteínas se pueden dar algunos cambios en la secuencia de bases que no dan lugar a cambios en los aminoácidos. Esto es consecuencia de la redundancia del código genético. Por ejemplo, los tripletes CTC, CTC, CTA y CTG codifican el aminoácido leucina, por lo tanto las mutaciones que se produzcan en la tercera base no tendrán consecuencias sobre la secuencia de la proteína. De hecho, muchas de las mutaciones en la tercera base tienen esta propiedad y se las denomina mutaciones ‘sinónimas’. En general, se acepta que las mutaciones sinónimas son neutrales (aunque hay alguna evidencia en contra de esto último, pero mejor hablar otro día de esto).
Incluso aquellas mutaciones que sí afectan a la secuencia de aminoácidos de la proteína pueden tener efectos muy diferentes sobre la función de la misma. Por ejemplo, el cambio de CTT por ATT hace que en la proteína correspondiente se produzca el cambio de una leucina por otro aminoácido muy similar, la isoleucina. En la mayoría de los casos, un cambio de este tipo no va a afectar gravemente a función. En general, las consecuencias de las mutaciones serán diferentes dependiendo de qué aminoácido cambie y en qué lugar concreto de la cadena de proteína ocurra el cambio. Si el aminoácido que varía tiene propiedades químicas muy diferentes o si el lugar donde se produce es particularmente importante para la función, puede pensarse que el efecto sea mayor.
La relación entre el cambio en los genes y el cambio en las características de los individuos no es en absoluto directa. El cambio de una sola base puede modificar una proteína esencial provocando un cambio drástico en el individuo. Al mismo tiempo, grandes segmentos de DNA pueden variar libremente sin consecuencias. Tal vez esto quede más claro con una metáfora. El material genético es como la receta que nos permite fabricar un pastel, que es el individuo. Si introducimos cambios al azar en la receta las consecuencias serán, claro, muy variables. Si donde dice ‘echar 6 huevos’ ponemos ‘echar 60 huevos’ los cambios serán muy sustanciales. Si en la receta insertamos varias páginas en blanco seguramente el cocinero las ignorará.
A primera vista, los resultados de la Evolución Molecular inclinan la balanza del lado de los neutralistas; es cierto que la mayoría de los cambios genéticos son neutrales. Sin embargo, puede argumentarse que aunque esto sea cierto, ello no cambia el núcleo central de la teoría darwinista: que la selección natural es el único mecanismo que nos permite explicar, no el cambio genético en general, sino el cambio genético que es adaptativo ¿Cómo distinguir el cambio adaptativo del no-adaptativo? Por supuesto, no es nada fácil y ese es justamente el quid de la cuestión. No obstante, tal vez podamos aceptar la proposición de Steven Pinker en su libro “How the Mind Works”: si una característica ha aparecido en una especie particular, si se trata de un cambio complejo e improbable y si parece tener una función que contribuya a la supervivencia, podríamos pensar –en principio- que se trata de una adaptación. En todo caso esta es una hipótesis contrastable. Hay que insistir en que los argumentos de tinte ‘seleccionista’ siempre tienen el peligro de ir demasiado lejos. Es evidente que no todas las características de los seres vivos han sido seleccionadas. Lo que sí puede afirmarse es que las características que observamos en los seres vivos son, o bien adaptaciones, o consecuencias indirectas de las adaptaciones o debidas al azar.